jueves, 19 de julio de 2012



Speculum Mundi
       El espejo del Dharma búdico, dice la tradición, refleja las causas del presente en los actos pasados. Así, en el espejo místico, vemos la traición antes de la guerra; la mirada detrás del amor y, al fin, al Creador antes de Su obra. Para Platón la función refractaria reproduce hasta el infinito la falacia del mundo material, impidiéndonos discernir si vivimos en alguno de los infinitos reflejos del Mundo Ideal. Para San Pablo, en cambio, el alma humana reproduce fielmente la naturaleza divina. En cuanto a mí, después de lo me que parece un peregrinar eterno, creo firmemente en que no soy sino un vano reflejo en un instante perdido.
       Vislumbro un recuerdo, apenas claro, de mi última subida al Cerro de la  Zorra en las semiáridas tierras de Victoria de Guanajuato. Llevaba cerca de seis meses llevando a cabo, día tras día, el fatigoso ascenso. Las monolíticas construcciones rocosas y las pinturas rupestres esparcidas por el cerro eran el tema principal de mi investigación antropológica. Una rama de la cultura tolteca-chichimeca había instaurado, siglos atrás, su principal sitio ceremonial en aquella milenaria montaña en la que según los lugareños se había hallado una momia de cinco mil años de antigüedad. En todo caso, el enigma de las construcciones, de las cámaras ocultas y del arte cromático representaban suficiente campo interés para mis estudios.
       A los pocos meses de llegar a la zona llamó particularmente mi atención una leyenda popular acerca de una cámara secreta del cerro en la se hallaba un raro espejo, en él, decían, uno podía ver reflejadas sus vidas pasadas; otros decían que lo que en realidad se miraba era el verdadero interior de las personas; algunos más opinaban que aquél era un artilugio maldito que condenaba a quien osaba mirarse en él. Sin embargo nadie sabía dar señas de su paradero: “Esa cosa del diablo se ha perdido en los recovecos del cerro, ahí está mejor, ahí no le hace daño a nadie”, decía quien, sin cobrarme un peso, me hospedaba en su casa y guiaba mis visitas por la zona. “No es ese el objeto de mi visita, señor”, respondía yo.
       Por las tardes, después de recorrer partes específicas del cerro –frecuentemente sin buenos resultados− solía quedarme hasta antes del anochecer recargado en alguna piedra a observar el paisaje celeste, me parecía que en ningún lugar se podía ver con tanta claridad el firmamento nocturno: las estrellas eran más brillantes, el aire más limpio y la luna coronaba los cielos con una diáfana luminosidad que emanaba paz y espiritualidad. Algunas veces, rompiendo el gélido silencio de la noche, me parecía escuchar murmullos del pasado, quizá resonancias antiguas de los ritos de iniciación, los tambores bélicos y las flautas ejecutando escalas exóticas; acaso también un grito de éxtasis proferido por una joven doncella sacrificada al dios de la fertilidad. Ocasionalmente, en esos estados de trance, me sorprendía el sueño.
       Y fue en mis sueños donde todo comenzó a tomar un aire extraño. Muchas veces me veía despertar en el lugar exacto donde había caído dormido, la luna seguía reflejando la luz del sol en las alturas, pero la atmósfera era distinta, más densa. Un nahual moteado guiaba mis pasos hacia un sitio secreto, siempre en medio de imprecaciones de espíritus y de los que me parecían viejos sacerdotes indígenas. En todo caso siempre despertaba antes de llegar a mi destino.
       El último día que subí al Cerro de la Zorra me encontraba eufórico debido a que había encontrado un patrón en los símbolos de varias de las pinturas que había estado examinado, mi trabajo fotográfico me hizo perder la noción del tiempo y me encontré con la noche al salir de uno de los rincones montañosos. Vencido por la fatiga encendí una fogata y cerré mis ojos al cielo cuajado de estrellas. Esta vez, el mismo sueño repetitivo me proyectó, guiado por el mismo nahual, hasta una cámara escondida debajo de aquella escultura que llaman “El Vigilante”, en la que di con el mítico espejo –que en realidad era sólo un fragmento de alguna pieza de mayor tamaño− y mirando fijamente en él no encontré otra cosa que mi rostro. Pero no era sólo mi cara lo que veía, el reflejo me mostraba, inexplicablemente en el mismo instante, todos los rostros que tuve o podía tener: la tersura del bebé, la pasividad del anciano o la excitación del adolecente, pasando por cada posible cambio de expresión ocasionado por la edad; también se me mostraba la imprecisión del feto y la podredumbre de la muerte. Enajenado en esa trasfiguración instantánea de pronto me vi como un antiguo guerrero, como atrólogo o como sabio sacerdote entre otras innumerables apariencias. En medio del paroxismo desperté, pero ya no en las faldas informes del Cerro de la Zorra, me encontraba en mi estudio-habitación de la colonia Roma, en el que viví en mis años de estudiante, recostado en un libro. Una suerte de eterno deja-vú acompañaba mis pasos.
       Sin embargo desde entonces me parece ahora−, he despertando en lugares y estados distintos. Mi ser ha sido fragmentado en infinitos momentos y cada vez que despierto no puedo recordar sino un pasado consecuente con aquel lugar e instante. Como en el ajedrez, a cada despertar se despliega un árbol de variantes y mi presencia, difusa, parece encontrarse en todas partes y en ninguna.
       Cada día se crea un pasado, un presente y un fatal futuro; cada noche visito la oscura cámara del espejo, el cual me lleva a un nuevo momento y entorno. Me es imposible precisar cuánto llevo vagando por las tras puertas del tiempo, pero me he encontrado con una especie de limbo atemporal en el que puedo ver, como desde arriba, el laberinto de mis transformaciones, en estos momentos puedo razonar acerca de mi naturaleza incierta entre universos que, reflejados en espejos, se multiplican indefinidamente. En estos breves instantes − antes de perder toda consciencia de mi estado−  he meditado si acaso he descubierto la verdadera naturaleza del hombre, si no es que cada día nos parece tener una identidad única e inequívoca y creemos tener un pasado y un futuro que no es otra cosa sino el vano reflejo de Otro que narra ociosamente nuestras vidas sin sentido en un viejo cuaderno.

Alfonso Ponce M.
    
      

Eufonía VII


Eufonía VII
Voz celestial,
 eco diáfano de perdidas riquezas,
apenas suspiro de una tarde fatigada;
navega en la marea de los vientos,
acaricia el trigal de los instantes,
fluye en libación de imagen y ritmo.

Fuente que brota en palabra prohibida,
en palabra de amor, en palabra de aliento,
en palabra de honor, en divina palabra,
                  en palabrería
en líquida palabra y palabra de amigos,
en palabras vacías y en mágica palabra…
(p a l a b r a  hecha de  p a l a b r a s).

Lenguaje de epifanía e ilusiones,
de tardes lloviendo melancolía,
de miradas esquivas por las calles ;
sollozo ahogado en la almohada del recuerdo
júbilo sonoro percibido en el corazón;
música de silencios, de agua y fuego,
de olvido a fuerza de remembranza.

Canta, pues, a tu diosa eterna,
crisol de súplicas e insomnios;
pero también canta al mar,
al desierto de la ausencia,
al lejano faro de la noche,
al cadáver con que me visto,
y a la fresca aura de los árboles;
canta al oído sordo y a la roca atenta,
al ínfimo instante y al para siempre;
 vuela en brisa de mis pensamientos
y susurra al pecho de mi amada.
Pero al fin, despoja al alma del deseo,
de la tiranía del tiempo y de la luz;
y en la póstuma hora de confesión
arrebata el aliento y la máscara,
pronuncia palabra de fuego,
palabra ritual, aciaga palabra,
palabra de adiós.

Alfonso Ponce M.