Speculum Mundi
El espejo del Dharma búdico, dice la tradición, refleja las causas del presente
en los actos pasados. Así, en el espejo místico, vemos la traición antes de la
guerra; la mirada detrás del amor y, al fin, al Creador antes de Su obra. Para
Platón la función refractaria reproduce hasta el infinito la falacia del mundo
material, impidiéndonos discernir si vivimos en alguno de los infinitos
reflejos del Mundo Ideal. Para San Pablo, en cambio, el alma humana reproduce
fielmente la naturaleza divina. En cuanto a mí, después de lo me que parece un
peregrinar eterno, creo firmemente en que no soy sino un vano reflejo en un
instante perdido.
Vislumbro
un recuerdo, apenas claro, de mi última subida al Cerro de la Zorra en las semiáridas tierras de Victoria
de Guanajuato. Llevaba cerca de seis meses llevando a cabo, día tras día, el fatigoso
ascenso. Las monolíticas construcciones rocosas y las pinturas rupestres
esparcidas por el cerro eran el tema principal de mi investigación
antropológica. Una rama de la cultura tolteca-chichimeca había instaurado,
siglos atrás, su principal sitio ceremonial en aquella milenaria montaña en la
que según los lugareños se había hallado una momia de cinco mil años de
antigüedad. En todo caso, el enigma de las construcciones, de las cámaras
ocultas y del arte cromático representaban suficiente campo interés para mis
estudios.
A
los pocos meses de llegar a la zona llamó particularmente mi atención una
leyenda popular acerca de una cámara secreta del cerro en la se hallaba un raro
espejo, en él, decían, uno podía ver reflejadas sus vidas pasadas; otros decían
que lo que en realidad se miraba era el verdadero interior de las personas;
algunos más opinaban que aquél era un artilugio maldito que condenaba a quien
osaba mirarse en él. Sin embargo nadie sabía dar señas de su paradero: “Esa
cosa del diablo se ha perdido en los recovecos del cerro, ahí está mejor, ahí
no le hace daño a nadie”, decía quien, sin cobrarme un peso, me hospedaba en su
casa y guiaba mis visitas por la zona. “No es ese el objeto de mi visita,
señor”, respondía yo.
Por
las tardes, después de recorrer partes específicas del cerro –frecuentemente
sin buenos resultados− solía quedarme hasta antes del anochecer recargado en
alguna piedra a observar el paisaje celeste, me parecía que en ningún lugar se
podía ver con tanta claridad el firmamento nocturno: las estrellas eran más
brillantes, el aire más limpio y la luna coronaba los cielos con una diáfana
luminosidad que emanaba paz y espiritualidad. Algunas veces, rompiendo el
gélido silencio de la noche, me parecía escuchar murmullos del pasado, quizá
resonancias antiguas de los ritos de iniciación, los tambores bélicos y las
flautas ejecutando escalas exóticas; acaso también un grito de éxtasis proferido
por una joven doncella sacrificada al dios de la fertilidad. Ocasionalmente, en
esos estados de trance, me sorprendía el sueño.
Y fue
en mis sueños donde todo comenzó a tomar un aire extraño. Muchas veces me veía
despertar en el lugar exacto donde había caído dormido, la luna seguía
reflejando la luz del sol en las alturas, pero la atmósfera era distinta, más
densa. Un nahual moteado guiaba mis pasos hacia un sitio secreto, siempre en
medio de imprecaciones de espíritus y de los que me parecían viejos sacerdotes
indígenas. En todo caso siempre despertaba antes de llegar a mi destino.
El
último día que subí al Cerro de la Zorra me encontraba eufórico debido a que
había encontrado un patrón en los símbolos de varias de las pinturas que había
estado examinado, mi trabajo fotográfico me hizo perder la noción del tiempo y
me encontré con la noche al salir de uno de los rincones montañosos. Vencido
por la fatiga encendí una fogata y cerré mis ojos al cielo cuajado de
estrellas. Esta vez, el mismo sueño repetitivo me proyectó, guiado por el mismo
nahual, hasta una cámara escondida debajo de aquella escultura que llaman “El
Vigilante”, en la que di con el mítico espejo –que en realidad era sólo un
fragmento de alguna pieza de mayor tamaño− y mirando fijamente en él no
encontré otra cosa que mi rostro. Pero no era sólo mi cara lo que veía, el reflejo
me mostraba, inexplicablemente en el mismo instante, todos los rostros que tuve
o podía tener: la tersura del bebé, la pasividad del anciano o la excitación
del adolecente, pasando por cada posible cambio de expresión ocasionado por la
edad; también se me mostraba la imprecisión del feto y la podredumbre de la
muerte. Enajenado en esa trasfiguración instantánea de pronto me vi como un
antiguo guerrero, como atrólogo o como sabio sacerdote entre otras innumerables
apariencias. En medio del paroxismo desperté, pero ya no en las faldas informes
del Cerro de la Zorra, me encontraba en mi estudio-habitación de la colonia
Roma, en el que viví en mis años de estudiante, recostado en un libro. Una
suerte de eterno deja-vú acompañaba
mis pasos.
Sin
embargo desde entonces –me parece ahora−,
he
despertando en lugares y estados distintos. Mi ser ha sido fragmentado en
infinitos momentos y cada vez que despierto no puedo recordar sino un pasado
consecuente con aquel lugar e instante. Como en el ajedrez, a cada despertar se
despliega un árbol de variantes y mi presencia, difusa, parece encontrarse en
todas partes y en ninguna.
Cada día se crea un pasado, un presente
y un fatal futuro; cada noche visito la oscura cámara del espejo, el cual me
lleva a un nuevo momento y entorno. Me es imposible precisar cuánto llevo
vagando por las tras puertas del tiempo, pero me he encontrado con una especie
de limbo atemporal en el que puedo ver, como desde arriba, el laberinto de mis
transformaciones, en estos momentos puedo razonar acerca de mi naturaleza incierta
entre universos que, reflejados en espejos, se multiplican indefinidamente. En
estos breves instantes − antes de perder toda consciencia de mi estado− he meditado si acaso he descubierto la
verdadera naturaleza del hombre, si no es que cada día nos parece tener una
identidad única e inequívoca y creemos tener un pasado y un futuro que no es otra
cosa sino el vano reflejo de Otro que narra ociosamente nuestras vidas sin
sentido en un viejo cuaderno.
Alfonso Ponce M.