miércoles, 22 de agosto de 2012


Utopía
        −Sigo conservando cada detalle fresco en mi memoria, don Jacinto, las cosas por las que pasé no se olvidan fácilmente. Y con todo, es una fortuna que el holocausto no haya pasado por aquí; así como cuando un milímetro de tierra a veces permanece seco en la tormenta porque una hoja resistente de algún árbol lo salvaguardó. Pero sabe, en cualquier otro lado la sangre cubrió cada casa, cada huella y hasta las sombras se mancharon de la roja tinta. Con decirle que del aire manaba tristeza y el viento no transportaba otra cosa que llanto y lamentos. ¿Recuerda usted algo, don Jacinto?
       “Todo comenzó un par de años después de aquellas fraudulentas elecciones, sabe usted. La gente ya estaba cansada de tanto abuso, de ver que cada día su dinero no alcanzaba para llenarle la panza a sus chiquillos. El trabajo escaseaba cada vez más y sólo había dos caminos: un sueldo de hambre o el narco. Claro que también estaban las salidas falsas. En aquel entonces yo peleaba un lugar en la Universidad el cual no conseguí ni al tercer intento, pero como en mi familia no estábamos tan mal me aguantaron en casa un tiempo más. Mis padres permanecían siempre apáticos ante la situación, me decían que para qué quejarse si siempre nos la habían jugado igual. Por mi parte comencé a enamorarme de la vida y de las palabras, por aquel entonces me llamaba a mí mismo poeta y solía recorrer los parques y los rostros grises de la gente, pero cuando encontraba algunos ojos aún vivos o una piel sonrosada yo los consagraba con mi tinta y mi imaginación.
       “Pero como le decía, don Jacinto, de ahí todo fue mal. Las protestas de la gente se tornaron violentas, ¿qué más podían hacer con aquel disgusto que nos asfixiaba? Por supuesto que el resultado fue el obvio de la lucha de piedras y palos contra balas y misiles. Cundió el pánico y la furia. Con todo, había varios frentes. Algunos querían luchar con las ideas en contra de la propaganda y la cultura oficial, pero esas eran las voces más fáciles de callar; no así su filosofía que aún rondaba, como un fantasma, por las cabezas de muchos, incluso cuando estaba todo ya perdido.
       “Qué ironías de la vida, quienes más batalla dieron fueron los mismos narcotraficantes, ¿quién más si no, don Jacinto? Ellos eran los que tenían los medios, lo único que hicieron fue dar un arma a todo aquel valiente que quería pelear, financiaron las guerrillas en todo el país y pues por un tiempo la batalla estuvo pareja. Yo, en mi entusiasmo adolecente creí que no había más camino, así que dejé mi casa con mis padres y mis hermanos en ella y me fui al entonces estado de Guerrero, ahí las guerrillas tenían más experiencia y a los malditos soldados les daba miedo penetrar en la sierra. Yo pensaba que con el pueblo unido la guerra no duraría tanto y que a mi regreso habría conquistado una pisca más de libertad para mi familia… no tenía idea que jamás volvería a verlos. ¿Qué qué les pasó, don Jacinto? No lo sé, años después que entré de contrabando a la ciudad fui a mi casa, pero con decirle que ya la maleza se había comido hasta los cimientos, Dios sabrá que fue de ellos.
       “Y pues sí, mi amigo, justo cuando pensábamos que había una luz de esperanza sucedió lo que tanto temíamos: los pinches gringos vinieron a terminar de jodernos, mandaron tropas, aviones y quién sabe qué tanta tecnología. Agentes y espías comenzaron a infiltrarse en la Resistencia y a destruirnos desde adentro. Mucha gente fue huyendo hacia el campo pues en las ciudades la represión y las persecuciones fueron extremas. Las comunicaciones se cortaron, ya no había internet público que desde el principio fue una de las principales herramientas de la Resistencia, redes sociales y esas cosas, sabe. Y así todos quedaron confusos, como una gallina sin cabeza.
       “Pero fíjese, don Jacinto, que, como era de esperarse, ahí no acabó el problema; según supe después, parte de la comunidad internacional reaccionó en contra de la evidente invasión a nuestro país y pues la cosa no terminó sólo en protestas, sino en represalias violentas, algunos países de Oriente y Oriente Medio, incluso algunos europeos, le declararon la guerra a los gringos y sus aliados. Pero qué cree usted que nuestra tierra fue el principal campo de batalla. Para entonces la Resistencia estaba ya desorganizada, sólo por aquí y por allá sobrevivían algunas células de guerrilla que ya más bien se dedicaban a asaltar poblaciones para poder subsistir, yo mismo formaba parte de una de ellas y la verdad es que ya no sabía ni para quién luchaba. La población civil quedó drásticamente diezmada, oculta por aquí y por allá. Casi nadie se salvó. Los días comenzaron a ser entonces un vaivén incierto entre la vida y la muerte. Muchos decían que lo mejor que le podía pasar a uno era morir pues nadie estaba preparado para ser blanco de metrallas.
       “Por eso, cuando llegué aquí, me sorprendió tanto que no supiera usted nada y que nunca nadie hubiera venido por lo menos robarle. Recuerdo haberme enterado, años después de los primeros intentos de paz, de que la guerra ahora sí se había extendido a muchos lugares del mundo y fue cuando pensé que algo tendría de razón aquel Vasconcelos que había leído en mi juventud quien dijo que de nuestra raza iba a surgir la renovación de la humanidad y, si bien no parecía aquello una renovación, por lo menos sí una limpieza profunda.
       “¿Me pregunta usted que si en aquel caos alguna vez me enamoré? Pues le diré, don Jacinto, que efectivamente, en los días más oscuros una llama divina alumbró mi corazón. Resulta que yo era ya comandante de una pequeña unidad de asalto, nos ocultábamos al pie del que llamábamos el Cerro Negro en donde habíamos encontrado un gran depósito de armas y municiones, que fue lo que en realidad nos permitió sobrevivir más tiempo. Por ahí había un pequeño rancho cuya escasa población nos auxilió en todo lo que podían. Ahí conocí a Matilda, una joven tímida y hermosa a quien dediqué mis versos y mis ilusiones. Al año nos casamos, lo cual era ya bastante absurdo en semejantes condiciones, pero no nos importó. Un año después Matilda me fue arrebatada en un ataque sorpresa por parte de un enemigo al que ya ni conocíamos, mi unidad y la mayoría de la gente de aquella aldea no sobrevivió. Así pereció dentro de mí todo ideal y toda esperanza. Yo creo aquellos salvajes no solamente tenían armas para matar al cuerpo, sino también al alma, eso fue lo que me sucedió; en mi espíritu no hubo más lugar para el amor.
       “Tampoco fue mucho tiempo después, me parece, que llegó aquél que llamaron El Día del Juicio, cuando aconteció un eclipse solar que coincidió con los bombardeos nucleares. Durante semanas los cielos se colorearon de rojo, no hubo distinción entre el día y la noche; por todos lados los animales y las plantas morían, ¿acaso usted no lo recuerda, don Jacinto?  Supongo que usted ya sería persona mayor, pero algún recuerdo tendrá. Todavía pequeños grupos humanos se protegían en cuevas y comían lo que podían, incluso unos a otros. No le daré más detalles de aquellos tiempos tan atroces. En realidad sería una bendición poder borrar todo aquello de la memoria y no revivirlo cada noche en mis pesadillas.
       “En esos estados, amigo, la cuenta del tiempo comienza a ser irrelevante e innecesaria. Ya no había estaciones del año evidentes ni otros ciclos naturales, algunas veces me parecía que la noche duraba semanas. Yo viajaba con un pequeño grupo de hombres y mujeres en donde ya no se hablaba, las palabras perdieron su poder, sólo existían miradas tristes y equívocas. Con ello también mi poesía marchitó, ya no había algo a qué cantarle, mi interior se volvió tan estéril como la tierra que pisaba. Éramos nómadas de la tierra y del espíritu, toda esperanza y toda fe fue sucumbiendo gradualmente hacia el olvido y el resentimiento; resentimiento a aquel Dios que nos había abandonado.
       De vez en cuando nos encontrábamos con algún otro grupo humano, pero como se veían tan asustados y hambrientos como nosotros nos evadíamos mutuamente. Aquella se convirtió, con el tiempo, en una época de sanación, sabe; dejamos de escuchar disparos y bombas, la vegetación también fue ganando terreno sobre la destrucción. Fue muy impresionante, por ejemplo, mirar Ciudad de México vencida por las aguas, sólo las puntas de algunos edificios asomaban al verde marino. Fue como un símbolo de la naturaleza venciendo al hombre; par de cosas que en principio de cuentas jamás debieron estar separadas.
       “Sin embargo la enfermedad iba acabando lentamente con demás acompañantes, imagino que algún tipo especial de inmunidad adquirí pues resistí tanto tiempo hasta ahora. A medida que veía mayor cantidad de animales veía menos humanos, por eso ha sido toda una sorpresa encontrarme con su choza, don Jacinto, aquí, en medio de la selva de lo que parece ser el antiguo estado de Chiapas ¿lo recuerda? Lo sé porque hace pocos días me encontré con las ruinas de Palenque. Qué grandioso fue haber dado con ese sagrado lugar, ahora que me encuentro en el ocaso de mis días, que apenas puedo ver y caminar. Ahora todo me da la impresión de irrealidad, de insustancialidad. Llevo largo tiempo viviendo como en un sueño, sabe, incluso había olvidado cómo sonaba mi voz, sin embargo no he podido olvidar el atroz pasado. A veces me pregunto si no es que he muerto ya y que sigo vagando en el mundo por llevar a cuestas tanta pena.
       “Usted probablemente me comprenda, don Jacinto, creo percibir una atmosfera profundamente triste aquí, en su choza, mientras afuera anochece casi imperceptiblemente. ¿Qué cuándo me iré? Pronto, muy pronto, amigo; si no es que me he ido ya”.

Alfonso Ponce M.