Utopía
−Sigo
conservando cada detalle fresco en mi memoria, don Jacinto, las cosas por las
que pasé no se olvidan fácilmente. Y con todo, es una fortuna que el holocausto
no haya pasado por aquí; así como cuando un milímetro de tierra a veces
permanece seco en la tormenta porque una hoja resistente de algún árbol lo
salvaguardó. Pero sabe, en cualquier otro lado la sangre cubrió cada casa, cada
huella y hasta las sombras se mancharon de la roja tinta. Con decirle que del
aire manaba tristeza y el viento no transportaba otra cosa que llanto y
lamentos. ¿Recuerda usted algo, don Jacinto?
“Todo comenzó un par de años después de
aquellas fraudulentas elecciones, sabe usted. La gente ya estaba cansada de
tanto abuso, de ver que cada día su dinero no alcanzaba para llenarle la panza
a sus chiquillos. El trabajo escaseaba cada vez más y sólo había dos caminos: un
sueldo de hambre o el narco. Claro que también estaban las salidas falsas. En
aquel entonces yo peleaba un lugar en la Universidad el cual no conseguí ni al
tercer intento, pero como en mi familia no estábamos tan mal me aguantaron en
casa un tiempo más. Mis padres permanecían siempre apáticos ante la situación,
me decían que para qué quejarse si siempre nos la habían jugado igual. Por mi
parte comencé a enamorarme de la vida y de las palabras, por aquel entonces me
llamaba a mí mismo poeta y solía recorrer los parques y los rostros grises de
la gente, pero cuando encontraba algunos ojos aún vivos o una piel sonrosada yo
los consagraba con mi tinta y mi imaginación.
“Pero como le decía, don Jacinto, de ahí
todo fue mal. Las protestas de la gente se tornaron violentas, ¿qué más podían
hacer con aquel disgusto que nos asfixiaba? Por supuesto que el resultado fue
el obvio de la lucha de piedras y palos contra balas y misiles. Cundió el
pánico y la furia. Con todo, había varios frentes. Algunos querían luchar con
las ideas en contra de la propaganda y la cultura oficial, pero esas eran las
voces más fáciles de callar; no así su filosofía que aún rondaba, como un fantasma,
por las cabezas de muchos, incluso cuando estaba todo ya perdido.
“Qué ironías de la vida, quienes más
batalla dieron fueron los mismos narcotraficantes, ¿quién más si no, don
Jacinto? Ellos eran los que tenían los medios, lo único que hicieron fue dar un
arma a todo aquel valiente que quería pelear, financiaron las guerrillas en
todo el país y pues por un tiempo la batalla estuvo pareja. Yo, en mi
entusiasmo adolecente creí que no había más camino, así que dejé mi casa con
mis padres y mis hermanos en ella y me fui al entonces estado de Guerrero, ahí
las guerrillas tenían más experiencia y a los malditos soldados les daba miedo
penetrar en la sierra. Yo pensaba que con el pueblo unido la guerra no duraría
tanto y que a mi regreso habría conquistado una pisca más de libertad para mi
familia… no tenía idea que jamás volvería a verlos. ¿Qué qué les pasó, don
Jacinto? No lo sé, años después que entré de contrabando a la ciudad fui a mi
casa, pero con decirle que ya la maleza se había comido hasta los cimientos,
Dios sabrá que fue de ellos.
“Y pues sí, mi amigo, justo cuando
pensábamos que había una luz de esperanza sucedió lo que tanto temíamos: los
pinches gringos vinieron a terminar de jodernos, mandaron tropas, aviones y
quién sabe qué tanta tecnología. Agentes y espías comenzaron a infiltrarse en
la Resistencia y a destruirnos desde adentro. Mucha gente fue huyendo hacia el
campo pues en las ciudades la represión y las persecuciones fueron extremas.
Las comunicaciones se cortaron, ya no había internet público que desde el
principio fue una de las principales herramientas de la Resistencia, redes
sociales y esas cosas, sabe. Y así todos quedaron confusos, como una gallina
sin cabeza.
“Pero fíjese, don Jacinto, que, como era
de esperarse, ahí no acabó el problema; según supe después, parte de la
comunidad internacional reaccionó en contra de la evidente invasión a nuestro
país y pues la cosa no terminó sólo en protestas, sino en represalias
violentas, algunos países de Oriente y Oriente Medio, incluso algunos europeos,
le declararon la guerra a los gringos y sus aliados. Pero qué cree usted que
nuestra tierra fue el principal campo de batalla. Para entonces la Resistencia
estaba ya desorganizada, sólo por aquí y por allá sobrevivían algunas células
de guerrilla que ya más bien se dedicaban a asaltar poblaciones para poder
subsistir, yo mismo formaba parte de una de ellas y la verdad es que ya no
sabía ni para quién luchaba. La población civil quedó drásticamente diezmada,
oculta por aquí y por allá. Casi nadie se salvó. Los días comenzaron a ser
entonces un vaivén incierto entre la vida y la muerte. Muchos decían que lo
mejor que le podía pasar a uno era morir pues nadie estaba preparado para ser blanco
de metrallas.
“Por eso, cuando llegué aquí, me
sorprendió tanto que no supiera usted nada y que nunca nadie hubiera venido por
lo menos robarle. Recuerdo haberme enterado, años después de los primeros
intentos de paz, de que la guerra ahora sí se había extendido a muchos lugares
del mundo y fue cuando pensé que algo tendría de razón aquel Vasconcelos que había
leído en mi juventud quien dijo que de nuestra raza iba a surgir la renovación
de la humanidad y, si bien no parecía aquello una renovación, por lo menos sí
una limpieza profunda.
“¿Me pregunta usted que si en aquel caos
alguna vez me enamoré? Pues le diré, don Jacinto, que efectivamente, en los
días más oscuros una llama divina alumbró mi corazón. Resulta que yo era ya
comandante de una pequeña unidad de asalto, nos ocultábamos al pie del que
llamábamos el Cerro Negro en donde habíamos encontrado un gran depósito de
armas y municiones, que fue lo que en realidad nos permitió sobrevivir más
tiempo. Por ahí había un pequeño rancho cuya escasa población nos auxilió en
todo lo que podían. Ahí conocí a Matilda, una joven tímida y hermosa a quien
dediqué mis versos y mis ilusiones. Al año nos casamos, lo cual era ya bastante
absurdo en semejantes condiciones, pero no nos importó. Un año después Matilda me
fue arrebatada en un ataque sorpresa por parte de un enemigo al que ya ni
conocíamos, mi unidad y la mayoría de la gente de aquella aldea no sobrevivió.
Así pereció dentro de mí todo ideal y toda esperanza. Yo creo aquellos salvajes
no solamente tenían armas para matar al cuerpo, sino también al alma, eso fue
lo que me sucedió; en mi espíritu no hubo más lugar para el amor.
“Tampoco fue mucho tiempo después, me
parece, que llegó aquél que llamaron El Día del Juicio, cuando aconteció un
eclipse solar que coincidió con los bombardeos nucleares. Durante semanas los
cielos se colorearon de rojo, no hubo distinción entre el día y la noche; por
todos lados los animales y las plantas morían, ¿acaso usted no lo recuerda, don
Jacinto? Supongo que usted ya sería
persona mayor, pero algún recuerdo tendrá. Todavía pequeños grupos humanos se
protegían en cuevas y comían lo que podían, incluso unos a otros. No le daré
más detalles de aquellos tiempos tan atroces. En realidad sería una bendición
poder borrar todo aquello de la memoria y no revivirlo cada noche en mis
pesadillas.
“En esos estados, amigo, la cuenta del
tiempo comienza a ser irrelevante e innecesaria. Ya no había estaciones del año
evidentes ni otros ciclos naturales, algunas veces me parecía que la noche
duraba semanas. Yo viajaba con un pequeño grupo de hombres y mujeres en donde
ya no se hablaba, las palabras perdieron su poder, sólo existían miradas tristes
y equívocas. Con ello también mi poesía marchitó, ya no había algo a qué
cantarle, mi interior se volvió tan estéril como la tierra que pisaba. Éramos
nómadas de la tierra y del espíritu, toda esperanza y toda fe fue sucumbiendo
gradualmente hacia el olvido y el resentimiento; resentimiento a aquel Dios que
nos había abandonado.
De
vez en cuando nos encontrábamos con algún otro grupo humano, pero como se veían
tan asustados y hambrientos como nosotros nos evadíamos mutuamente. Aquella se
convirtió, con el tiempo, en una época de sanación, sabe; dejamos de escuchar
disparos y bombas, la vegetación también fue ganando terreno sobre la
destrucción. Fue muy impresionante, por ejemplo, mirar Ciudad de México vencida
por las aguas, sólo las puntas de algunos edificios asomaban al verde marino.
Fue como un símbolo de la naturaleza venciendo al hombre; par de cosas que en
principio de cuentas jamás debieron estar separadas.
“Sin embargo la enfermedad iba acabando
lentamente con demás acompañantes, imagino que algún tipo especial de inmunidad
adquirí pues resistí tanto tiempo hasta ahora. A medida que veía mayor cantidad
de animales veía menos humanos, por eso ha sido toda una sorpresa encontrarme
con su choza, don Jacinto, aquí, en medio de la selva de lo que parece ser el
antiguo estado de Chiapas ¿lo recuerda? Lo sé porque hace pocos días me encontré
con las ruinas de Palenque. Qué grandioso fue haber dado con ese sagrado lugar,
ahora que me encuentro en el ocaso de mis días, que apenas puedo ver y caminar.
Ahora todo me da la impresión de irrealidad, de insustancialidad. Llevo largo
tiempo viviendo como en un sueño, sabe, incluso había olvidado cómo sonaba mi
voz, sin embargo no he podido olvidar el atroz pasado. A veces me pregunto si
no es que he muerto ya y que sigo vagando en el mundo por llevar a cuestas
tanta pena.
“Usted probablemente me comprenda, don
Jacinto, creo percibir una atmosfera profundamente triste aquí, en su choza,
mientras afuera anochece casi imperceptiblemente. ¿Qué cuándo me iré? Pronto,
muy pronto, amigo; si no es que me he ido ya”.
Alfonso
Ponce M.
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