lunes, 21 de enero de 2013


LA POMPA DE JABÓN

       Al ocaso, una joven sale de una librería. Abstraída en sus pensamientos, ella camina sin prestar atención a la fatigosa tarde de la ciudad. De su hombro cuelga una cartera escolar, viste con desenfado y su rostro no está exento del candor de una niñez huidiza que da paso a la sensualidad natural de la juventud. Ella avanza con la mirada clavada al piso y, ocasionalmente, alza la vista para cruzar una calle.
       En la otra acera, un joven camina en dirección opuesta. Parece andar sin prisa y pone atención en los detalles que lo rodean. Un suéter oscuro, jeans y Converse son su atuendo; además de unos grandes audífonos sobre sus orejas. Con todo, lo que más pesa en su expresión es una inexplicable melancolía que pareciera incompatible con su edad; una tristeza de hombre viejo y derrotado.
       En algún momento, él cruza la avenida y pasa a la otra acera por donde viene la joven. Una pompa de jabón va descendiendo muy cerca. La distancia entre ellos se acorta hasta que, estando a poco menos de un metro, ambos se vuelven y sus miradas se encuentran por un segundo. La pompa de jabón revienta y entonces ocurre uno de esos prodigios de la vida que pocas veces tenemos la lucidez de apreciar: la expansión de un instante.
       En su Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges sugiere que el tiempo no es sino una imagen móvil de la eternidad. La consecuencia de tal premisa sería que en la fugacidad del instante se encuentra lo inasible del infinito y que la eternidad completa no sería más que un silencio en la fuga del universo. Así, ¿cómo podríamos indicar cuál es el lapso más corto del tiempo? ¿No podríamos, a su vez, dividir ese lapso en otros más pequeños hasta expandirlo indefinidamente? En ocasiones, nuestra percepción logra penetrar en aquellos laberintos olvidados de las fronteras de la realidad y saborear por un momento (o por siempre) los atributos de lo divino.
       Algo parecido es lo que sucede con estos jóvenes que, de pronto, andando por la calle, cruzan sus miradas y sus corazones se encuentran por detrás del velo de este mundo.
       En ese, y sólo en ese instante, ella queda enamorada para siempre de él; y él, prendado de sus ojos y de su vida. Un torbellino inmaterial los arrastra a un idilio apasionado de encuentros y desencuentros, de atardeceres tomados de la mano, de noches de sudor y piel, de amaneceres de confesiones. Él comenzaría a amarla sin freno, pero ella lo abandonaría por alguien más para después volver suplicando por su cariño. Más de una vez, él buscaría el fuego perdido entre los muslos de otra mujer y regresaría a casa con lágrimas en los ojos y flores en las manos. Adioses, reencuentros y voces jadeantes decorando el dormitorio; gritos, sonrisas y humedad en los cajones del ropero. Todo para que, al fin, llegue la calma de la edad, la ternura y quehaceres de los hijos, la tibieza un hogar palpitante. Una carretera sin curvas, sin subidas ni bajadas bruscas que conduce, antes de lo imaginado, a los olvidos y dulzura de la vejez, a un amor que ha madurado y que ha transformado a nuestros amantes en compañeros. Y de ahí hasta el final.
       Todo sucede en ese breve roce de miradas en el que los ojos de ella vibran imperceptiblemente y los de él destellan dejando atrás la pesada tristeza. Una tenue sonrisa aparece en sus labios para, entonces, cada quien seguir su camino y no voltear la vista atrás.
Alfonso Ponce M. 

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