LA
POMPA DE JABÓN
Al ocaso,
una joven sale de una librería. Abstraída en sus pensamientos, ella camina sin
prestar atención a la fatigosa tarde de la ciudad. De su hombro cuelga una
cartera escolar, viste con desenfado y su rostro no está exento del candor de
una niñez huidiza que da paso a la sensualidad natural de la juventud. Ella
avanza con la mirada clavada al piso y, ocasionalmente, alza la vista para
cruzar una calle.
En la otra
acera, un joven camina en dirección opuesta. Parece andar sin prisa y pone
atención en los detalles que lo rodean. Un suéter oscuro, jeans y Converse son su
atuendo; además de unos grandes audífonos sobre sus orejas. Con todo, lo que
más pesa en su expresión es una inexplicable melancolía que pareciera
incompatible con su edad; una tristeza de hombre viejo y derrotado.
En algún
momento, él cruza la avenida y pasa a la otra acera por donde viene la joven. Una
pompa de jabón va descendiendo muy cerca. La distancia entre ellos se acorta
hasta que, estando a poco menos de un metro, ambos se vuelven y sus miradas se
encuentran por un segundo. La pompa de jabón revienta y entonces ocurre uno de
esos prodigios de la vida que pocas veces tenemos la lucidez de apreciar: la
expansión de un instante.
En su Historia de la eternidad, Jorge Luis
Borges sugiere que el tiempo no es sino una imagen móvil de la eternidad. La
consecuencia de tal premisa sería que en la fugacidad del instante se encuentra
lo inasible del infinito y que la eternidad completa no sería más que un
silencio en la fuga del universo. Así, ¿cómo podríamos indicar cuál es el lapso
más corto del tiempo? ¿No podríamos, a su vez, dividir ese lapso en otros más
pequeños hasta expandirlo indefinidamente? En ocasiones, nuestra percepción
logra penetrar en aquellos laberintos olvidados de las fronteras de la realidad
y saborear por un momento (o por siempre) los atributos de lo divino.
Algo
parecido es lo que sucede con estos jóvenes que, de pronto, andando por la
calle, cruzan sus miradas y sus corazones se encuentran por detrás del velo de
este mundo.
En ese, y
sólo en ese instante, ella queda enamorada para siempre de él; y él, prendado
de sus ojos y de su vida. Un torbellino inmaterial los arrastra a un idilio
apasionado de encuentros y desencuentros, de atardeceres tomados de la mano, de
noches de sudor y piel, de amaneceres de confesiones. Él comenzaría a amarla sin
freno, pero ella lo abandonaría por alguien más para después volver suplicando
por su cariño. Más de una vez, él buscaría el fuego perdido entre los muslos de
otra mujer y regresaría a casa con lágrimas en los ojos y flores en las manos.
Adioses, reencuentros y voces jadeantes decorando el dormitorio; gritos,
sonrisas y humedad en los cajones del ropero. Todo para que, al fin, llegue la
calma de la edad, la ternura y quehaceres de los hijos, la tibieza un hogar
palpitante. Una carretera sin curvas, sin subidas ni bajadas bruscas que
conduce, antes de lo imaginado, a los olvidos y dulzura de la vejez, a un amor
que ha madurado y que ha transformado a nuestros amantes en compañeros. Y de
ahí hasta el final.
Todo sucede
en ese breve roce de miradas en el que los ojos de ella vibran
imperceptiblemente y los de él destellan dejando atrás la pesada tristeza. Una
tenue sonrisa aparece en sus labios para, entonces, cada quien seguir su camino
y no voltear la vista atrás.
Alfonso Ponce M.
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