MADRUGADA
Toda escritura es la concreción de un insomnio
y la creación literaria una aspiración irrefrenable
de sueño…
Salvador
Elizondo
Comienzo a leer lo que escribí en mi cuaderno rojo por la
madrugada, hace apenas un par de horas, cuando me encontraba preso de un
estupor hipnótico y febril. De entonces sólo recuerdo la silueta del sauce
agitando sus brazos de sombra fuera de la ventana y el tintineo acompasado de
una gota de agua indicándome que el tiempo seguía su curso. El paroxismo ha pasado
y ahora me encuentro mejor. Julia duerme tranquila en la otra habitación arropada
por la aurora; creo que no ha notado mi ausencia. Más tarde cruzaré el río e
iré a casa, antes de que llegue el esposo de Julia. Mientras, transcribo en
limpio estas páginas que tratan de un sueño o una premonición:
Era una
noche equívoca de una gran ciudad con sus luces intensas alumbrando el cielo
con mayor furia que las estrellas. Mi cuerpo desangrado a través de una herida
invisible yacía inerte al pie de un puente de piedra que cruzaba un río. Yo, o
mi esencia, como un espectro, miraba desde la altura. Un silencio absoluto me
envolvía junto con una brisa casi imperceptible que acariciaba el cabello de mi
cuerpo sin vida en el suelo.
Momentos
después todo fue impreciso y de pronto caminaba al ocaso por una avenida grande
y solitaria con enormes edificios que parecían vecindades abandonadas. De vez
en cuando algún viejo encorvado o alguna mujer de mala facha salían por alguna
de las muchas puertas que había en las fachadas, y después de lanzarme una
mirada recelosa, entraban por alguna otra puerta y desparecían. Más adelante vi
a un hombre con sombrero y paraguas en mano que ejecutaba saltos incesantes cada
vez con mayor fuerza; miraba al cielo nublado de la tarde y alzaba los brazos
en un gesto suplicante para después continuar con sus saltos.
También me
encontré en una esquina a un grupo de jóvenes que se aglomeraban alrededor de algo.
Cuando me acerqué me di cuenta que observaban el coito de una pareja desnuda en
la acera. El hombre se agitaba encima de ella con crueldad sujetándola por el
cabello, mientras que la mujer mostraba un rostro congelado en una sonrisa
estúpida y ausente. Los jóvenes en torno parecían acordar apuestas y gritaban con
obscenidad. Después de poco rato el hombre del coito cayó inconsciente y la
mujer, después de levantarse y siempre conservando su risa eterna, comenzó a
tomar billetes de los mirones. Cuando notaron mi presencia me increparon y
comenzaron a arrojar piedras, por lo que tuve que deslizarme por una de las
puertas aledañas.
Al
atravesar ingresé en una enorme habitación decorada con exquisitez. La luz
enceguecedora del sol de mediodía se filtraba por una enorme ventana lateral
permitiendo contemplar el entorno. De las paredes colgaban numerosas escenas y
retratos al óleo enmarcados en maderas preciosas; varios tenían un aire
siniestro como en los cuadros de Delavaux. Había trofeos de caza, altos
estantes con libros forrados, un espejo de cuerpo completo (que no reflejaba mi
imagen) y del techo colgaba un gran candelabro de cristal. El lugar parecía
desierto hasta que una música lejana llamó mi atención y noté que al fondo de
aquella sala se encontraba anciana que,
sin prestarme atención, tocaba algo en un piano de cola desvencijado. Creo
recordar que se empeñaba en ejecutar inútilmente un pasaje de Jeux de eau de Liszt o de Ravel, a cada
fracaso se vaciaba en la cabeza un poco de agua de un florero cercano, por lo
que la pobre mujer lucía totalmente empapada y tosía con frecuencia. Me alejé
sigilosamente de ahí y penetré por un largo pasillo con una puerta de madera al
final. Conforme caminaba me di cuenta que el pasadizo estaba diseñado como la
galería del Palazzo Spada de Borromini;
la perspectiva era engañosa, mientras avanzaba pocos pasos el espacio era cada
vez menor hasta obligarme a andar a gatas. Cuando llegué a la puerta, ésta era
escasamente una lumbrera por la que apenas cabía yo arrastrándome.
Al cruzar del otro lado caí de una altura no
poco significativa sobre un jardín. Todo estaba en penumbra y apenas era
discernible una casa con una ventana iluminada en la lejanía. Al oriente unos pocos
rayos de sol asomaban con timidez descongelando la madrugada. Caminé por el
jardín con dirección a la casa; parecía la de Julia, mi esposa, aunque había
algo diferente que no podía precisar. Al acercarme a la ventana con luz vi a un hombre desconocido que escribía
frenéticamente sobre un cuaderno rojo. Por la ventana contigua distinguí la
silueta de Julia acostada bocabajo y completamente desnuda. Recuerdo haber
sentido celos y deseo de venganza.
Intenté
rodear la casa para llegar a la puerta de enfrente, pero ésta no aparecía. Di
un par de vueltas y volví a encontrarme con la misma cara lateral de la
construcción. Desconcertado, decidí irrumpir por la ventana. Crucé y me escabullí cuidadosamente por un
costado de la cama de Julia sin despertarla y cuando iba a encarar al hombre del
otro lado éste había desaparecido. La habitación se encontraba en penumbra y solamente
se escuchaba el tintineo persistente de una gotera. Afuera un sauce agitaba sus
ramas al viento del alba. Creo que en ese momento encendí la luz del cuarto y me
dispuse a escribir en un cuaderno rojo.
Alfonso Ponce
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