miércoles, 17 de abril de 2013

Madrugada


MADRUGADA
Toda escritura es la concreción de un insomnio
y la creación literaria una aspiración irrefrenable
 de sueño…
Salvador Elizondo

Comienzo a leer lo que escribí en mi cuaderno rojo por la madrugada, hace apenas un par de horas, cuando me encontraba preso de un estupor hipnótico y febril. De entonces sólo recuerdo la silueta del sauce agitando sus brazos de sombra fuera de la ventana y el tintineo acompasado de una gota de agua indicándome que el tiempo seguía su curso. El paroxismo ha pasado y ahora me encuentro mejor. Julia duerme tranquila en la otra habitación arropada por la aurora; creo que no ha notado mi ausencia. Más tarde cruzaré el río e iré a casa, antes de que llegue el esposo de Julia. Mientras, transcribo en limpio estas páginas que tratan de un sueño o una premonición:
         Era una noche equívoca de una gran ciudad con sus luces intensas alumbrando el cielo con mayor furia que las estrellas. Mi cuerpo desangrado a través de una herida invisible yacía inerte al pie de un puente de piedra que cruzaba un río. Yo, o mi esencia, como un espectro, miraba desde la altura. Un silencio absoluto me envolvía junto con una brisa casi imperceptible que acariciaba el cabello de mi cuerpo sin vida en el suelo.
         Momentos después todo fue impreciso y de pronto caminaba al ocaso por una avenida grande y solitaria con enormes edificios que parecían vecindades abandonadas. De vez en cuando algún viejo encorvado o alguna mujer de mala facha salían por alguna de las muchas puertas que había en las fachadas, y después de lanzarme una mirada recelosa, entraban por alguna otra puerta y desparecían. Más adelante vi a un hombre con sombrero y paraguas en mano que ejecutaba saltos incesantes cada vez con mayor fuerza; miraba al cielo nublado de la tarde y alzaba los brazos en un gesto suplicante para después continuar con sus saltos.
         También me encontré en una esquina a un grupo de jóvenes que se aglomeraban alrededor de algo. Cuando me acerqué me di cuenta que observaban el coito de una pareja desnuda en la acera. El hombre se agitaba encima de ella con crueldad sujetándola por el cabello, mientras que la mujer mostraba un rostro congelado en una sonrisa estúpida y ausente. Los jóvenes en torno parecían acordar apuestas y gritaban con obscenidad. Después de poco rato el hombre del coito cayó inconsciente y la mujer, después de levantarse y siempre conservando su risa eterna, comenzó a tomar billetes de los mirones. Cuando notaron mi presencia me increparon y comenzaron a arrojar piedras, por lo que tuve que deslizarme por una de las puertas aledañas.
         Al atravesar ingresé en una enorme habitación decorada con exquisitez. La luz enceguecedora del sol de mediodía se filtraba por una enorme ventana lateral permitiendo contemplar el entorno. De las paredes colgaban numerosas escenas y retratos al óleo enmarcados en maderas preciosas; varios tenían un aire siniestro como en los cuadros de Delavaux. Había trofeos de caza, altos estantes con libros forrados, un espejo de cuerpo completo (que no reflejaba mi imagen) y del techo colgaba un gran candelabro de cristal. El lugar parecía desierto hasta que una música lejana llamó mi atención y noté que al fondo de aquella sala se encontraba  anciana que, sin prestarme atención, tocaba algo en un piano de cola desvencijado. Creo recordar que se empeñaba en ejecutar inútilmente un pasaje de Jeux de eau de Liszt o de Ravel, a cada fracaso se vaciaba en la cabeza un poco de agua de un florero cercano, por lo que la pobre mujer lucía totalmente empapada y tosía con frecuencia. Me alejé sigilosamente de ahí y penetré por un largo pasillo con una puerta de madera al final. Conforme caminaba me di cuenta que el pasadizo estaba diseñado como la galería del Palazzo Spada  de Borromini; la perspectiva era engañosa, mientras avanzaba pocos pasos el espacio era cada vez menor hasta obligarme a andar a gatas. Cuando llegué a la puerta, ésta era escasamente una lumbrera por la que apenas cabía yo arrastrándome.
         Al cruzar del otro lado caí de una altura no poco significativa sobre un jardín. Todo estaba en penumbra y apenas era discernible una casa con una ventana iluminada en la lejanía. Al oriente unos pocos rayos de sol asomaban con timidez descongelando la madrugada. Caminé por el jardín con dirección a la casa; parecía la de Julia, mi esposa, aunque había algo diferente que no podía precisar. Al acercarme a la ventana con luz  vi a un hombre desconocido que escribía frenéticamente sobre un cuaderno rojo. Por la ventana contigua distinguí la silueta de Julia acostada bocabajo y completamente desnuda. Recuerdo haber sentido celos y deseo de venganza.
         Intenté rodear la casa para llegar a la puerta de enfrente, pero ésta no aparecía. Di un par de vueltas y volví a encontrarme con la misma cara lateral de la construcción. Desconcertado, decidí irrumpir por la ventana.  Crucé y me escabullí cuidadosamente por un costado de la cama de Julia sin despertarla y cuando iba a encarar al hombre del otro lado éste había desaparecido. La habitación se encontraba en penumbra y solamente se escuchaba el tintineo persistente de una gotera. Afuera un sauce agitaba sus ramas al viento del alba. Creo que en ese momento encendí la luz del cuarto y me dispuse a escribir en un cuaderno rojo.
Alfonso Ponce

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