miércoles, 17 de abril de 2013

Madrugada


MADRUGADA
Toda escritura es la concreción de un insomnio
y la creación literaria una aspiración irrefrenable
 de sueño…
Salvador Elizondo

Comienzo a leer lo que escribí en mi cuaderno rojo por la madrugada, hace apenas un par de horas, cuando me encontraba preso de un estupor hipnótico y febril. De entonces sólo recuerdo la silueta del sauce agitando sus brazos de sombra fuera de la ventana y el tintineo acompasado de una gota de agua indicándome que el tiempo seguía su curso. El paroxismo ha pasado y ahora me encuentro mejor. Julia duerme tranquila en la otra habitación arropada por la aurora; creo que no ha notado mi ausencia. Más tarde cruzaré el río e iré a casa, antes de que llegue el esposo de Julia. Mientras, transcribo en limpio estas páginas que tratan de un sueño o una premonición:
         Era una noche equívoca de una gran ciudad con sus luces intensas alumbrando el cielo con mayor furia que las estrellas. Mi cuerpo desangrado a través de una herida invisible yacía inerte al pie de un puente de piedra que cruzaba un río. Yo, o mi esencia, como un espectro, miraba desde la altura. Un silencio absoluto me envolvía junto con una brisa casi imperceptible que acariciaba el cabello de mi cuerpo sin vida en el suelo.
         Momentos después todo fue impreciso y de pronto caminaba al ocaso por una avenida grande y solitaria con enormes edificios que parecían vecindades abandonadas. De vez en cuando algún viejo encorvado o alguna mujer de mala facha salían por alguna de las muchas puertas que había en las fachadas, y después de lanzarme una mirada recelosa, entraban por alguna otra puerta y desparecían. Más adelante vi a un hombre con sombrero y paraguas en mano que ejecutaba saltos incesantes cada vez con mayor fuerza; miraba al cielo nublado de la tarde y alzaba los brazos en un gesto suplicante para después continuar con sus saltos.
         También me encontré en una esquina a un grupo de jóvenes que se aglomeraban alrededor de algo. Cuando me acerqué me di cuenta que observaban el coito de una pareja desnuda en la acera. El hombre se agitaba encima de ella con crueldad sujetándola por el cabello, mientras que la mujer mostraba un rostro congelado en una sonrisa estúpida y ausente. Los jóvenes en torno parecían acordar apuestas y gritaban con obscenidad. Después de poco rato el hombre del coito cayó inconsciente y la mujer, después de levantarse y siempre conservando su risa eterna, comenzó a tomar billetes de los mirones. Cuando notaron mi presencia me increparon y comenzaron a arrojar piedras, por lo que tuve que deslizarme por una de las puertas aledañas.
         Al atravesar ingresé en una enorme habitación decorada con exquisitez. La luz enceguecedora del sol de mediodía se filtraba por una enorme ventana lateral permitiendo contemplar el entorno. De las paredes colgaban numerosas escenas y retratos al óleo enmarcados en maderas preciosas; varios tenían un aire siniestro como en los cuadros de Delavaux. Había trofeos de caza, altos estantes con libros forrados, un espejo de cuerpo completo (que no reflejaba mi imagen) y del techo colgaba un gran candelabro de cristal. El lugar parecía desierto hasta que una música lejana llamó mi atención y noté que al fondo de aquella sala se encontraba  anciana que, sin prestarme atención, tocaba algo en un piano de cola desvencijado. Creo recordar que se empeñaba en ejecutar inútilmente un pasaje de Jeux de eau de Liszt o de Ravel, a cada fracaso se vaciaba en la cabeza un poco de agua de un florero cercano, por lo que la pobre mujer lucía totalmente empapada y tosía con frecuencia. Me alejé sigilosamente de ahí y penetré por un largo pasillo con una puerta de madera al final. Conforme caminaba me di cuenta que el pasadizo estaba diseñado como la galería del Palazzo Spada  de Borromini; la perspectiva era engañosa, mientras avanzaba pocos pasos el espacio era cada vez menor hasta obligarme a andar a gatas. Cuando llegué a la puerta, ésta era escasamente una lumbrera por la que apenas cabía yo arrastrándome.
         Al cruzar del otro lado caí de una altura no poco significativa sobre un jardín. Todo estaba en penumbra y apenas era discernible una casa con una ventana iluminada en la lejanía. Al oriente unos pocos rayos de sol asomaban con timidez descongelando la madrugada. Caminé por el jardín con dirección a la casa; parecía la de Julia, mi esposa, aunque había algo diferente que no podía precisar. Al acercarme a la ventana con luz  vi a un hombre desconocido que escribía frenéticamente sobre un cuaderno rojo. Por la ventana contigua distinguí la silueta de Julia acostada bocabajo y completamente desnuda. Recuerdo haber sentido celos y deseo de venganza.
         Intenté rodear la casa para llegar a la puerta de enfrente, pero ésta no aparecía. Di un par de vueltas y volví a encontrarme con la misma cara lateral de la construcción. Desconcertado, decidí irrumpir por la ventana.  Crucé y me escabullí cuidadosamente por un costado de la cama de Julia sin despertarla y cuando iba a encarar al hombre del otro lado éste había desaparecido. La habitación se encontraba en penumbra y solamente se escuchaba el tintineo persistente de una gotera. Afuera un sauce agitaba sus ramas al viento del alba. Creo que en ese momento encendí la luz del cuarto y me dispuse a escribir en un cuaderno rojo.
Alfonso Ponce

lunes, 21 de enero de 2013


LA POMPA DE JABÓN

       Al ocaso, una joven sale de una librería. Abstraída en sus pensamientos, ella camina sin prestar atención a la fatigosa tarde de la ciudad. De su hombro cuelga una cartera escolar, viste con desenfado y su rostro no está exento del candor de una niñez huidiza que da paso a la sensualidad natural de la juventud. Ella avanza con la mirada clavada al piso y, ocasionalmente, alza la vista para cruzar una calle.
       En la otra acera, un joven camina en dirección opuesta. Parece andar sin prisa y pone atención en los detalles que lo rodean. Un suéter oscuro, jeans y Converse son su atuendo; además de unos grandes audífonos sobre sus orejas. Con todo, lo que más pesa en su expresión es una inexplicable melancolía que pareciera incompatible con su edad; una tristeza de hombre viejo y derrotado.
       En algún momento, él cruza la avenida y pasa a la otra acera por donde viene la joven. Una pompa de jabón va descendiendo muy cerca. La distancia entre ellos se acorta hasta que, estando a poco menos de un metro, ambos se vuelven y sus miradas se encuentran por un segundo. La pompa de jabón revienta y entonces ocurre uno de esos prodigios de la vida que pocas veces tenemos la lucidez de apreciar: la expansión de un instante.
       En su Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges sugiere que el tiempo no es sino una imagen móvil de la eternidad. La consecuencia de tal premisa sería que en la fugacidad del instante se encuentra lo inasible del infinito y que la eternidad completa no sería más que un silencio en la fuga del universo. Así, ¿cómo podríamos indicar cuál es el lapso más corto del tiempo? ¿No podríamos, a su vez, dividir ese lapso en otros más pequeños hasta expandirlo indefinidamente? En ocasiones, nuestra percepción logra penetrar en aquellos laberintos olvidados de las fronteras de la realidad y saborear por un momento (o por siempre) los atributos de lo divino.
       Algo parecido es lo que sucede con estos jóvenes que, de pronto, andando por la calle, cruzan sus miradas y sus corazones se encuentran por detrás del velo de este mundo.
       En ese, y sólo en ese instante, ella queda enamorada para siempre de él; y él, prendado de sus ojos y de su vida. Un torbellino inmaterial los arrastra a un idilio apasionado de encuentros y desencuentros, de atardeceres tomados de la mano, de noches de sudor y piel, de amaneceres de confesiones. Él comenzaría a amarla sin freno, pero ella lo abandonaría por alguien más para después volver suplicando por su cariño. Más de una vez, él buscaría el fuego perdido entre los muslos de otra mujer y regresaría a casa con lágrimas en los ojos y flores en las manos. Adioses, reencuentros y voces jadeantes decorando el dormitorio; gritos, sonrisas y humedad en los cajones del ropero. Todo para que, al fin, llegue la calma de la edad, la ternura y quehaceres de los hijos, la tibieza un hogar palpitante. Una carretera sin curvas, sin subidas ni bajadas bruscas que conduce, antes de lo imaginado, a los olvidos y dulzura de la vejez, a un amor que ha madurado y que ha transformado a nuestros amantes en compañeros. Y de ahí hasta el final.
       Todo sucede en ese breve roce de miradas en el que los ojos de ella vibran imperceptiblemente y los de él destellan dejando atrás la pesada tristeza. Una tenue sonrisa aparece en sus labios para, entonces, cada quien seguir su camino y no voltear la vista atrás.
Alfonso Ponce M. 

miércoles, 22 de agosto de 2012


Utopía
        −Sigo conservando cada detalle fresco en mi memoria, don Jacinto, las cosas por las que pasé no se olvidan fácilmente. Y con todo, es una fortuna que el holocausto no haya pasado por aquí; así como cuando un milímetro de tierra a veces permanece seco en la tormenta porque una hoja resistente de algún árbol lo salvaguardó. Pero sabe, en cualquier otro lado la sangre cubrió cada casa, cada huella y hasta las sombras se mancharon de la roja tinta. Con decirle que del aire manaba tristeza y el viento no transportaba otra cosa que llanto y lamentos. ¿Recuerda usted algo, don Jacinto?
       “Todo comenzó un par de años después de aquellas fraudulentas elecciones, sabe usted. La gente ya estaba cansada de tanto abuso, de ver que cada día su dinero no alcanzaba para llenarle la panza a sus chiquillos. El trabajo escaseaba cada vez más y sólo había dos caminos: un sueldo de hambre o el narco. Claro que también estaban las salidas falsas. En aquel entonces yo peleaba un lugar en la Universidad el cual no conseguí ni al tercer intento, pero como en mi familia no estábamos tan mal me aguantaron en casa un tiempo más. Mis padres permanecían siempre apáticos ante la situación, me decían que para qué quejarse si siempre nos la habían jugado igual. Por mi parte comencé a enamorarme de la vida y de las palabras, por aquel entonces me llamaba a mí mismo poeta y solía recorrer los parques y los rostros grises de la gente, pero cuando encontraba algunos ojos aún vivos o una piel sonrosada yo los consagraba con mi tinta y mi imaginación.
       “Pero como le decía, don Jacinto, de ahí todo fue mal. Las protestas de la gente se tornaron violentas, ¿qué más podían hacer con aquel disgusto que nos asfixiaba? Por supuesto que el resultado fue el obvio de la lucha de piedras y palos contra balas y misiles. Cundió el pánico y la furia. Con todo, había varios frentes. Algunos querían luchar con las ideas en contra de la propaganda y la cultura oficial, pero esas eran las voces más fáciles de callar; no así su filosofía que aún rondaba, como un fantasma, por las cabezas de muchos, incluso cuando estaba todo ya perdido.
       “Qué ironías de la vida, quienes más batalla dieron fueron los mismos narcotraficantes, ¿quién más si no, don Jacinto? Ellos eran los que tenían los medios, lo único que hicieron fue dar un arma a todo aquel valiente que quería pelear, financiaron las guerrillas en todo el país y pues por un tiempo la batalla estuvo pareja. Yo, en mi entusiasmo adolecente creí que no había más camino, así que dejé mi casa con mis padres y mis hermanos en ella y me fui al entonces estado de Guerrero, ahí las guerrillas tenían más experiencia y a los malditos soldados les daba miedo penetrar en la sierra. Yo pensaba que con el pueblo unido la guerra no duraría tanto y que a mi regreso habría conquistado una pisca más de libertad para mi familia… no tenía idea que jamás volvería a verlos. ¿Qué qué les pasó, don Jacinto? No lo sé, años después que entré de contrabando a la ciudad fui a mi casa, pero con decirle que ya la maleza se había comido hasta los cimientos, Dios sabrá que fue de ellos.
       “Y pues sí, mi amigo, justo cuando pensábamos que había una luz de esperanza sucedió lo que tanto temíamos: los pinches gringos vinieron a terminar de jodernos, mandaron tropas, aviones y quién sabe qué tanta tecnología. Agentes y espías comenzaron a infiltrarse en la Resistencia y a destruirnos desde adentro. Mucha gente fue huyendo hacia el campo pues en las ciudades la represión y las persecuciones fueron extremas. Las comunicaciones se cortaron, ya no había internet público que desde el principio fue una de las principales herramientas de la Resistencia, redes sociales y esas cosas, sabe. Y así todos quedaron confusos, como una gallina sin cabeza.
       “Pero fíjese, don Jacinto, que, como era de esperarse, ahí no acabó el problema; según supe después, parte de la comunidad internacional reaccionó en contra de la evidente invasión a nuestro país y pues la cosa no terminó sólo en protestas, sino en represalias violentas, algunos países de Oriente y Oriente Medio, incluso algunos europeos, le declararon la guerra a los gringos y sus aliados. Pero qué cree usted que nuestra tierra fue el principal campo de batalla. Para entonces la Resistencia estaba ya desorganizada, sólo por aquí y por allá sobrevivían algunas células de guerrilla que ya más bien se dedicaban a asaltar poblaciones para poder subsistir, yo mismo formaba parte de una de ellas y la verdad es que ya no sabía ni para quién luchaba. La población civil quedó drásticamente diezmada, oculta por aquí y por allá. Casi nadie se salvó. Los días comenzaron a ser entonces un vaivén incierto entre la vida y la muerte. Muchos decían que lo mejor que le podía pasar a uno era morir pues nadie estaba preparado para ser blanco de metrallas.
       “Por eso, cuando llegué aquí, me sorprendió tanto que no supiera usted nada y que nunca nadie hubiera venido por lo menos robarle. Recuerdo haberme enterado, años después de los primeros intentos de paz, de que la guerra ahora sí se había extendido a muchos lugares del mundo y fue cuando pensé que algo tendría de razón aquel Vasconcelos que había leído en mi juventud quien dijo que de nuestra raza iba a surgir la renovación de la humanidad y, si bien no parecía aquello una renovación, por lo menos sí una limpieza profunda.
       “¿Me pregunta usted que si en aquel caos alguna vez me enamoré? Pues le diré, don Jacinto, que efectivamente, en los días más oscuros una llama divina alumbró mi corazón. Resulta que yo era ya comandante de una pequeña unidad de asalto, nos ocultábamos al pie del que llamábamos el Cerro Negro en donde habíamos encontrado un gran depósito de armas y municiones, que fue lo que en realidad nos permitió sobrevivir más tiempo. Por ahí había un pequeño rancho cuya escasa población nos auxilió en todo lo que podían. Ahí conocí a Matilda, una joven tímida y hermosa a quien dediqué mis versos y mis ilusiones. Al año nos casamos, lo cual era ya bastante absurdo en semejantes condiciones, pero no nos importó. Un año después Matilda me fue arrebatada en un ataque sorpresa por parte de un enemigo al que ya ni conocíamos, mi unidad y la mayoría de la gente de aquella aldea no sobrevivió. Así pereció dentro de mí todo ideal y toda esperanza. Yo creo aquellos salvajes no solamente tenían armas para matar al cuerpo, sino también al alma, eso fue lo que me sucedió; en mi espíritu no hubo más lugar para el amor.
       “Tampoco fue mucho tiempo después, me parece, que llegó aquél que llamaron El Día del Juicio, cuando aconteció un eclipse solar que coincidió con los bombardeos nucleares. Durante semanas los cielos se colorearon de rojo, no hubo distinción entre el día y la noche; por todos lados los animales y las plantas morían, ¿acaso usted no lo recuerda, don Jacinto?  Supongo que usted ya sería persona mayor, pero algún recuerdo tendrá. Todavía pequeños grupos humanos se protegían en cuevas y comían lo que podían, incluso unos a otros. No le daré más detalles de aquellos tiempos tan atroces. En realidad sería una bendición poder borrar todo aquello de la memoria y no revivirlo cada noche en mis pesadillas.
       “En esos estados, amigo, la cuenta del tiempo comienza a ser irrelevante e innecesaria. Ya no había estaciones del año evidentes ni otros ciclos naturales, algunas veces me parecía que la noche duraba semanas. Yo viajaba con un pequeño grupo de hombres y mujeres en donde ya no se hablaba, las palabras perdieron su poder, sólo existían miradas tristes y equívocas. Con ello también mi poesía marchitó, ya no había algo a qué cantarle, mi interior se volvió tan estéril como la tierra que pisaba. Éramos nómadas de la tierra y del espíritu, toda esperanza y toda fe fue sucumbiendo gradualmente hacia el olvido y el resentimiento; resentimiento a aquel Dios que nos había abandonado.
       De vez en cuando nos encontrábamos con algún otro grupo humano, pero como se veían tan asustados y hambrientos como nosotros nos evadíamos mutuamente. Aquella se convirtió, con el tiempo, en una época de sanación, sabe; dejamos de escuchar disparos y bombas, la vegetación también fue ganando terreno sobre la destrucción. Fue muy impresionante, por ejemplo, mirar Ciudad de México vencida por las aguas, sólo las puntas de algunos edificios asomaban al verde marino. Fue como un símbolo de la naturaleza venciendo al hombre; par de cosas que en principio de cuentas jamás debieron estar separadas.
       “Sin embargo la enfermedad iba acabando lentamente con demás acompañantes, imagino que algún tipo especial de inmunidad adquirí pues resistí tanto tiempo hasta ahora. A medida que veía mayor cantidad de animales veía menos humanos, por eso ha sido toda una sorpresa encontrarme con su choza, don Jacinto, aquí, en medio de la selva de lo que parece ser el antiguo estado de Chiapas ¿lo recuerda? Lo sé porque hace pocos días me encontré con las ruinas de Palenque. Qué grandioso fue haber dado con ese sagrado lugar, ahora que me encuentro en el ocaso de mis días, que apenas puedo ver y caminar. Ahora todo me da la impresión de irrealidad, de insustancialidad. Llevo largo tiempo viviendo como en un sueño, sabe, incluso había olvidado cómo sonaba mi voz, sin embargo no he podido olvidar el atroz pasado. A veces me pregunto si no es que he muerto ya y que sigo vagando en el mundo por llevar a cuestas tanta pena.
       “Usted probablemente me comprenda, don Jacinto, creo percibir una atmosfera profundamente triste aquí, en su choza, mientras afuera anochece casi imperceptiblemente. ¿Qué cuándo me iré? Pronto, muy pronto, amigo; si no es que me he ido ya”.

Alfonso Ponce M.

jueves, 19 de julio de 2012



Speculum Mundi
       El espejo del Dharma búdico, dice la tradición, refleja las causas del presente en los actos pasados. Así, en el espejo místico, vemos la traición antes de la guerra; la mirada detrás del amor y, al fin, al Creador antes de Su obra. Para Platón la función refractaria reproduce hasta el infinito la falacia del mundo material, impidiéndonos discernir si vivimos en alguno de los infinitos reflejos del Mundo Ideal. Para San Pablo, en cambio, el alma humana reproduce fielmente la naturaleza divina. En cuanto a mí, después de lo me que parece un peregrinar eterno, creo firmemente en que no soy sino un vano reflejo en un instante perdido.
       Vislumbro un recuerdo, apenas claro, de mi última subida al Cerro de la  Zorra en las semiáridas tierras de Victoria de Guanajuato. Llevaba cerca de seis meses llevando a cabo, día tras día, el fatigoso ascenso. Las monolíticas construcciones rocosas y las pinturas rupestres esparcidas por el cerro eran el tema principal de mi investigación antropológica. Una rama de la cultura tolteca-chichimeca había instaurado, siglos atrás, su principal sitio ceremonial en aquella milenaria montaña en la que según los lugareños se había hallado una momia de cinco mil años de antigüedad. En todo caso, el enigma de las construcciones, de las cámaras ocultas y del arte cromático representaban suficiente campo interés para mis estudios.
       A los pocos meses de llegar a la zona llamó particularmente mi atención una leyenda popular acerca de una cámara secreta del cerro en la se hallaba un raro espejo, en él, decían, uno podía ver reflejadas sus vidas pasadas; otros decían que lo que en realidad se miraba era el verdadero interior de las personas; algunos más opinaban que aquél era un artilugio maldito que condenaba a quien osaba mirarse en él. Sin embargo nadie sabía dar señas de su paradero: “Esa cosa del diablo se ha perdido en los recovecos del cerro, ahí está mejor, ahí no le hace daño a nadie”, decía quien, sin cobrarme un peso, me hospedaba en su casa y guiaba mis visitas por la zona. “No es ese el objeto de mi visita, señor”, respondía yo.
       Por las tardes, después de recorrer partes específicas del cerro –frecuentemente sin buenos resultados− solía quedarme hasta antes del anochecer recargado en alguna piedra a observar el paisaje celeste, me parecía que en ningún lugar se podía ver con tanta claridad el firmamento nocturno: las estrellas eran más brillantes, el aire más limpio y la luna coronaba los cielos con una diáfana luminosidad que emanaba paz y espiritualidad. Algunas veces, rompiendo el gélido silencio de la noche, me parecía escuchar murmullos del pasado, quizá resonancias antiguas de los ritos de iniciación, los tambores bélicos y las flautas ejecutando escalas exóticas; acaso también un grito de éxtasis proferido por una joven doncella sacrificada al dios de la fertilidad. Ocasionalmente, en esos estados de trance, me sorprendía el sueño.
       Y fue en mis sueños donde todo comenzó a tomar un aire extraño. Muchas veces me veía despertar en el lugar exacto donde había caído dormido, la luna seguía reflejando la luz del sol en las alturas, pero la atmósfera era distinta, más densa. Un nahual moteado guiaba mis pasos hacia un sitio secreto, siempre en medio de imprecaciones de espíritus y de los que me parecían viejos sacerdotes indígenas. En todo caso siempre despertaba antes de llegar a mi destino.
       El último día que subí al Cerro de la Zorra me encontraba eufórico debido a que había encontrado un patrón en los símbolos de varias de las pinturas que había estado examinado, mi trabajo fotográfico me hizo perder la noción del tiempo y me encontré con la noche al salir de uno de los rincones montañosos. Vencido por la fatiga encendí una fogata y cerré mis ojos al cielo cuajado de estrellas. Esta vez, el mismo sueño repetitivo me proyectó, guiado por el mismo nahual, hasta una cámara escondida debajo de aquella escultura que llaman “El Vigilante”, en la que di con el mítico espejo –que en realidad era sólo un fragmento de alguna pieza de mayor tamaño− y mirando fijamente en él no encontré otra cosa que mi rostro. Pero no era sólo mi cara lo que veía, el reflejo me mostraba, inexplicablemente en el mismo instante, todos los rostros que tuve o podía tener: la tersura del bebé, la pasividad del anciano o la excitación del adolecente, pasando por cada posible cambio de expresión ocasionado por la edad; también se me mostraba la imprecisión del feto y la podredumbre de la muerte. Enajenado en esa trasfiguración instantánea de pronto me vi como un antiguo guerrero, como atrólogo o como sabio sacerdote entre otras innumerables apariencias. En medio del paroxismo desperté, pero ya no en las faldas informes del Cerro de la Zorra, me encontraba en mi estudio-habitación de la colonia Roma, en el que viví en mis años de estudiante, recostado en un libro. Una suerte de eterno deja-vú acompañaba mis pasos.
       Sin embargo desde entonces me parece ahora−, he despertando en lugares y estados distintos. Mi ser ha sido fragmentado en infinitos momentos y cada vez que despierto no puedo recordar sino un pasado consecuente con aquel lugar e instante. Como en el ajedrez, a cada despertar se despliega un árbol de variantes y mi presencia, difusa, parece encontrarse en todas partes y en ninguna.
       Cada día se crea un pasado, un presente y un fatal futuro; cada noche visito la oscura cámara del espejo, el cual me lleva a un nuevo momento y entorno. Me es imposible precisar cuánto llevo vagando por las tras puertas del tiempo, pero me he encontrado con una especie de limbo atemporal en el que puedo ver, como desde arriba, el laberinto de mis transformaciones, en estos momentos puedo razonar acerca de mi naturaleza incierta entre universos que, reflejados en espejos, se multiplican indefinidamente. En estos breves instantes − antes de perder toda consciencia de mi estado−  he meditado si acaso he descubierto la verdadera naturaleza del hombre, si no es que cada día nos parece tener una identidad única e inequívoca y creemos tener un pasado y un futuro que no es otra cosa sino el vano reflejo de Otro que narra ociosamente nuestras vidas sin sentido en un viejo cuaderno.

Alfonso Ponce M.
    
      

Eufonía VII


Eufonía VII
Voz celestial,
 eco diáfano de perdidas riquezas,
apenas suspiro de una tarde fatigada;
navega en la marea de los vientos,
acaricia el trigal de los instantes,
fluye en libación de imagen y ritmo.

Fuente que brota en palabra prohibida,
en palabra de amor, en palabra de aliento,
en palabra de honor, en divina palabra,
                  en palabrería
en líquida palabra y palabra de amigos,
en palabras vacías y en mágica palabra…
(p a l a b r a  hecha de  p a l a b r a s).

Lenguaje de epifanía e ilusiones,
de tardes lloviendo melancolía,
de miradas esquivas por las calles ;
sollozo ahogado en la almohada del recuerdo
júbilo sonoro percibido en el corazón;
música de silencios, de agua y fuego,
de olvido a fuerza de remembranza.

Canta, pues, a tu diosa eterna,
crisol de súplicas e insomnios;
pero también canta al mar,
al desierto de la ausencia,
al lejano faro de la noche,
al cadáver con que me visto,
y a la fresca aura de los árboles;
canta al oído sordo y a la roca atenta,
al ínfimo instante y al para siempre;
 vuela en brisa de mis pensamientos
y susurra al pecho de mi amada.
Pero al fin, despoja al alma del deseo,
de la tiranía del tiempo y de la luz;
y en la póstuma hora de confesión
arrebata el aliento y la máscara,
pronuncia palabra de fuego,
palabra ritual, aciaga palabra,
palabra de adiós.

Alfonso Ponce M.